La arquitectura tiene el poder de la palabra

José Orol es arquitecto (UBA, 1979). Su familia viajaba con asiduidad a Bariloche desde 1945 y se aquerenció a finales de la década del `60. Con el secundario en las alforjas, llegó el tiempo de subir nuevamente hasta la populosa Buenos Aires

 para ingresar a la universidad. Tiene cuatro hijos y no se imagina haciendo otra cosa que pensar para que la Patagonia sea un lugar mejor. Fue uno de los hacedores del Colegio de Arquitectos de Bariloche, ciudad en la que vive definitivamente desde 1980.  Medular,  intuye que la arquitectura tiene y ofrece las múltiples posibilidades que proponen el verbo o el adjetivo y reconoce

que una disciplina tan íntimamente relacionada con el hombre no puede olvidar ningún aspecto. Ni el intelectual, ni el espiritual ni el material.


Revista Aire  /   Publicado el: 04 Noviembre 2009. Foto Francisco Bedeschi

Usted ofreció hace un tiempo una conferencia en Rosario sobre arquitectura y turismo, dos palabras clave. ¿Cómo se conjugan ambos términos y significados en una ciudad como Bariloche? ¿Uno suple a otro? ¿Son complementarios?

– Una palabra le da sentido a la otra desde la gestación misma de Bariloche. Bariloche toma el proyecto nacional a mediados de la década del ´30 del siglo pasado, cuando Ezequiel Bustillo decide, en consonancia con el gobierno de la Nación, hacerse fuerte en la Patagonia: se pone en marcha una inversión muy fuerte y se pensó Bariloche como capital de la región a partir de ese momento por la fuerte construcción de infraestructura que hubo. Llegaron el ferrocarril, los barcos lacustres y los aviones empezaron a despegar y aterrizar. Esto era una aldea microscópica en un lugar soñado y en la que, además, vivía muy poca gente.

¿Y qué sucede con el mismo juego que propone la pregunta pero trasladado a la actualidad?
– La arquitectura está cobardemente recluida porque nos falta un poco de cultura y de esperanza. Creo que el argentino tiene una visión melancólica de su vida y la tradición de la milonga y el tango son un poco el lamento de mirar para atrás en vez de mirar hacia adelante: nosotros sí sabemos reconocer el cariño que nos inspira el útero materno y entonces nos resulta romántico e inofensivo observar siempre hacia las casitas de madera y querer siempre salirnos de nuestra realidad que, como la manejamos poco, porque somos malos para manejarla, tampoco nos animamos a imaginar un futuro porque de casualidad podemos con la realidad. Y nos sentimos mucho más seguros mirando al pasado, intentando ser románticos y sabiendo que si hacemos una casita como se hacía en 1700 en una aldea en Europa, no nos vamos a equivocar. En cambio, si intentamos imaginar el futuro, tenemos que hacer un trabajo y un esfuerzo de análisis del presente. Estimo que la actitud de manipuladores del presente con fe en nuestros esfuerzos es la que debemos recuperar. Hemos sabido salir de períodos negros de la historia y no deberíamos estancarnos en ese escalón. La historia nos pide más fiesta para este país. Y esta es una región siempre asimilada a lo gratificante. Tenemos que estimularnos con el destino feliz que tenemos.

¿Cómo sería ese futuro, hijo del esfuerzo y de la imaginación? Al menos en lo estrictamente hipotético.
– El futuro implica el uso sensato de las tecnologías, los materiales y también de los recursos naturales y topográficos o de emplazamientos especiales, el espacio, todos los elementos que le dan sentido a la arquitectura, desarrollando al mismo tiempo metodologías y valoraciones constructivas acorde a nuestra condición de patagónicos, de Tercer Mundo y de habitantes de América Latina. El espacio que ofrece la Patagonia puede a veces ser más valioso que cualquier material o tecnología para hacer arquitectura. Y sintiéndonos más orgullosos de esas cosas en vez de tener que apelar a lo copiado. En estos días repasaba que un DVD o nuestros celulares ya tienen tecnologías que ni siquiera nosotros podemos desarrollar y las tenemos que salir a comprar. A la hora de desarrollar arquitectura nos resulta más fácil salir a tentarnos por copiar el negocio editorial de la arquitectura de mundos muy tecnologizados, en vez de esforzarnos para resolver nuestros verdaderos problemas con los materiales que tenemos y con los presupuestos con los que contamos. De hecho la Argentina no se ocupa de la vivienda de la gente con menores recursos desde hace treinta años. No se aprende si no se hace nada, más allá de haber realizado obras desacertadas y poco habitables. En todo caso debemos empeñarnos en “hacer” y aprender a realizarlas mejor. Es lo mismo que digo de arriesgar a jugar a ser esperanzadores manejando elementos que tengan que ver con el futuro que queremos para nuestros hijos. Cuando me refiero a la palabra “futuro” en arquitectura, no hablo de naves que vuelan antigravitatoriamente  ni de almorzar sólo una pastilla. Se trata, ni más ni menos, que del futuro de nuestros hijos. Y ese futuro hoy está más cerca de la alienación y pasividad que la televisión ha producido, que de proyectos esperanzadores y cortes de cinta inaugurando fábricas. Recuerdo que cuando era chico, en los noticieros, siempre el informativo comenzaba con un señor cortando una de esas cintas. Ahora me doy cuenta que hace treinta o cuarenta años que nadie aparece cortando ninguna cinta ni inaugurando nada. Es como si nos hubiésemos bajado de la capacidad constructiva. Y todo esto se refleja en gran medida con la arquitectura que nos rodea.

¿De qué manera?
– En arquitectura esta situación se refleja copiando cosas de afuera creyendo que por ahí va el producto. En realidad por allí van las revistas, por allí van los negocios, que responden a empresas editoriales de otros lugares, que nos llevan a comer distinto o a vestirnos diferente y a desarrollar una arquitectura diferente. De hecho, por suerte, hay un cambio de los que están haciendo punta y siempre han sido creadores de tecnología, como pueden ser los ingleses y varios otros pueblos: ellos están seriamente comprometidos ahora con la idea de la sustentabilidad y de la conservación de la energía. Por supuesto que son hijos del rigor:  tienen más conciencia de los problemas que la que tenemos nosotros. Entonces realmente están haciendo esfuerzos enormes por hacer una arquitectura más sensata. Por ahí va la cosa de ser más solidarios entre nosotros, levantar la autoestima, mirar para adentro y trabajar.

¿Cómo se podría pensar en una arquitectura más sustentable, como usted señala, para esta región, tomando  a Bariloche como cabeza de  puente? Quizá se podría inferir que existen tantas “arquitecturas” como “Bariloches” desde el punto de vista de la necesidad.
– Sí. En realidad la arquitectura también se hace desde los papeles. Si nuestras autoridades tomasen conciencia del costo energético que paga el país por tener arquitecturas mediocres, normando y educando se crearían las condiciones para que la arquitectura se adapte mejor a las necesidades. No todo el mundo va a tener conciencia de los temas energéticos. Pero nuestras autoridades y nuestros políticos sí tienen la obligación de ocuparse del tema y pensar en él seriamente. Sin embargo, estamos como mirando para otro lado. Mencionemos, por poner sólo un ejemplo: un caso alevoso fue pensar en un “tren bala” cuando tenemos los ferrocarriles totalmente desmantelados, cayéndose a pedazos y con las locomotoras descarrilando. Los que nos está faltando en este momento, entonces, es más sensatez para pensar en arquitectura que en tener que encontrar materiales mágicos. La sensatez en arquitectura se resuelve con ladrillos, adobe, madera, vidrio y aislaciones. Y el tema es tener sentido común para pensar en todo eso y ser un poco menos frívolos y tener orgullo de ser conservadores de una energía que otras personas necesitan en otros lugares del país. Pero nos falta ser solidarios y generosos. La esperanza es un intangible y ser solidarios es también un poco una cuestión intangible. Es como plantar árboles: en general los argentinos somos poco “plantadores de árboles”. Al momento de pensar en generaciones futuras, no tenemos incorporada la gratuidad de dejar regalos para adelante, para los que vienen. Es como si fuésemos poco agradecidos con aquello que nos dejaron los que nos precedieron. Y con la arquitectura debería suceder lo mismo: hacer un esfuerzo y dejar la tradición de una arquitectura que les permita ganar tiempo a las generaciones futuras. Es como si estuviésemos haciendo poco para que ellos puedan ganar tiempo: estamos haciendo mucho en relación a pequeños jueguitos estéticos para ver si la arquitectura es más o menos lustrosa. Por ejemplo con el tema de los barnices, que están tan desarrollados aquí en la zona…

¿Los barnices? ¿Y cómo es su postura respecto a los barnices?
-…Esto no es fácil de comprender…El barniz es una arrogancia. Es decirle a la naturaleza y a la madera que a costa de explotar pozos petroleros, quemar materiales químicos y hacer un desastre ecológico, sí o sí quiero que la madera presente su color de virgen, de carne viva. Porque la madera sólo tiene ese color cuando está en carne viva. Pero como me gustó porque alguien alguna vez cometió el error de llevar al exterior de su casa la piel de los muebles, situación que está reservada para el interior de las casas… Lamentablemente es una actitud arrogante pretender que a la intemperie, en medio del agua y del sol, y dónde la madera está preparada para degradar sus pigmentos y convertirse en un gris claro para desde ahí frenar la radiación y los rayos ultravioletas, la idea del barniz pueda ser apropiada. Hasta en los barnices estamos equivocados. Parques Nacionales, por ejemplo, que es una institución señera, fue muy bien copiada del modelo de los Estados Unidos. El modelo estadounidense se inspiró, a comienzos del Siglo XX, en construcciones europeas y entonces tomó una morfología de techos y de formas que aquí trajo Bustillo en 1930 acertadamente, pero sobre una Europa que producía esa arquitectura alrededor de 1870. Cuando nosotros seguimos con nuestros muy folklóricos y simpáticos emprendimientos de hacer techos de Bustillo y arquitectura de Bustillo, se trata de una muy buena arquitectura, de buena respuesta al clima, por lo que estuvo bien importado el producto, pero en última instancia tenemos que saber que fue una evolución que se desarrollada en Europa allá por 1870 y no después. Entonces, si seguimos mirando para atrás y haciendo las cosas al estilo “bustillezco”, en realidad nos estamos metiendo en un frasco de formol. Es como que no queremos imaginarnos, una vez más, la evolución. En Estado Unidos, en Yosemite y Yellowstone, que son los parques nacionales originarios, la madera está pintada de oscuro con pintura, que la protege muchísimo más, con lo que los edificios han durado prácticamente de manera indefinida. Y además es de un color marrón, violáceo, rosado oscuro. Todo eso, que era de un color tan aburrido, al subir a una montaña y ver toda la base de Parques Nacionales, advertí que no lo podía distinguir en la naturaleza: estaba perdido en los colores del entorno. Y ese color, que se podía ver aquí en Bariloche, en la casa de Anchorena en la Isla Victoria o en las construcciones de infraestructura en el Cerro Catedral, lo hemos reemplazado. Hemos perdido esa costumbre y hemos convertido nuestras maderas en barnices que tienen que ser pulidos cada dos años y se van degradando, se gastan, se pierden las molduras, las texturas, hay que reemplazar maderas y no tenemos presupuesto. Todo para realizar trabajos de mantenimiento para “mantener” que las maderas sean de un color que es artificial y que es desafiante de la naturaleza. Y que además, en el paisaje, irrumpe más que cuando eran de colores apagados.

¿Entonces qué es la mencionadísima arquitectura barilochense? ¿Hay algo de genuino en ella? ¿Se trata nada más que de un mito importado de Europa o hay en ella detalles o circunstancias que puedan definirse como propias y particulares aún en medio de todas las influencias?
– Es una producción propia, porque en Europa las formas son parecidas a las nuestras. Pero no tienen la tradición del barniz, que nosotros sí tenemos. También ha sido, como en otras situaciones, fruto de momentos en el que las tecnologías han sido mal empleadas. No obstante, hay una arquitectura barilochense que tiene que ver con el sur de Chile, con Yellowstone y en última instancia con Finlandia, con Noruega y otro tanto con el centro de Europa. Es una fórmula que tiene una muy buena respuesta al clima: las pendientes de los techos, los aleros, los revestimientos de piedra fueron todas cosas circunstanciales que se sumaron merced a que hubo guerras mundiales, gracias a que existió una clase social que viajó y que quiso construir la famosa “Suiza argentina”. Estamos en la búsqueda, pero el constante aporte de la globalización irreflexiva e inmigrantes de otras regiones altera la sedimentación necesaria de elementos que nos caractericen. Hay una poesía de Alfonsina Storni muy buena respecto a la idea de la Suiza argentina, a la que podemos citar. Viene al caso. Ella, la única vez que pasó por Bariloche, escribió diez líneas casi de profética actualidad. Además se trata de una bella poesía.
Apelo siempre al artista y al artesano. El artista es una persona que tiene una producción  única que lo caracteriza. Y tiene un ego que lo define. Arnold Hauser, a quien cita el querido amigo Francisco Amoroso en el número anterior de AIRE, sostiene que el artista es una especie de esquizofrénico que se reivindica a través de la obra de arte, en un concepto parecido al que concibiera alguna vez Sigmund Freud. O sea que estamos frente a una persona individualista. El artesano, mientras tanto,  es el que siente el orgullo y amor hacia su comunidad y su pueblo y hace lo que su comunidad y su pueblo vienen realizando por años y le agrega fuerza a un mensaje que tiene muchísima más presencia en el mundo a través de una expresión concebida por su grupo social y no por intervenciones individuales. Esto se advierte cuando se dice “esto es arquitectura suiza”, por ejemplo. Es porque hubo un pueblo en Suiza en el que el orgullo consistía en hacer las cosas al estilo de su grupo social. Cuando se observan las fachadas de Holanda y todas las casas son parecidas, o viajás por un pueblito como Innsbruck, en Austria, o por los pueblos industriales de Inglaterra, impresiona que no tienen la necesidad de destacarse uno del otro: se destacan en conjunto, se destacan muy fuertemente como grupo social. Eso implica sacrificar el ego para darle fuerza al grupo de pertenencia. El que hace botas en Salta no las fabrica como en Estados Unidos: sigue haciendo la bota salteña con orgullo de hacerla, pese a que sabe y conoce que se hacen botas diferentes en distintos lugares del mundo. Y el que hace un mate criollo sigue haciendo un mate criollo y no inventa un mate filipino distinto y con otra forma. Nos falta esa vocación de pertenecer a un grupo y darle fuerza a un grupo. Sucede en la Argentina y también en Bariloche,  a la que permanentemente llega gente que viene más detrás de la idea de resolver la economía de sus necesidades, distanciados de algún argumento cultural. La cuestión, en estos casos, suele ser cuantitativa. Entonces no hay profundas inquietudes de orden estético. Y la arquitectura es un mensaje estético y también una herramienta cultural. Cuando se vive dentro de una arquitectura, uno es  modelado por ella: tu ánimo, la sensibilidad, tu actitud, están determinadas por lo que la arquitectura te está haciendo vivir. La arquitectura no es una cuestión frívola de haber acomodado ladrillos un poco mejor o un poco peor. La arquitectura tiene el poder de la palabra. El “verbo” bíblico es una herramienta filosa como un bisturí y que puede matar. La arquitectura te puede hacer vivir o te puede matar. Cuando leí el libro de Eduardo Sacriste,  Charlas a principiantes,  me convertí en arquitecto (hasta ese momento estudiaba Ingeniería): él decía que un escalón imperceptible de más de cinco centímetros en un lugar público era una herramienta para matar gente de más de 70 años. Y es así. Todos los detalles y las circunstancias son, casi de todas las formas posibles, insoslayables.

¿Qué sucede con la arquitectura y el paisaje, allí donde el arquitecto va a pensar lo que va a construir? ¿Cómo se desarrolla esa relación?
– Un arquitecto sueco que una vez ganó el Premio Pritzker explicaba que él reconocía que la obra de arquitectura había alcanzado un buen nivel cuando al verla era posible advertir que había un árbol cerca, un árbol que antes había sido imperceptible. Siempre pienso que la arquitectura debe lograr poder estar en medio de paisajes sobrecogedores sin ser vista. Siempre va a ser un hecho intelectual y no va a alcanzar los niveles que tiene la naturaleza en cuanto a sensualidad, salvajismo o instintos estimulantes. De todas maneras, las creaciones intelectuales de los hombres son también obras de arte, pero son más las veces que irrumpimos en el pasaje que las veces que lo ponemos en valor.

¿Cómo se puede definir a la arquitectura? ¿En términos de lindo/feo, malo/bueno, eficiente/ineficiente, pragmático/ no pragmático? ¿O hace falta incluso tener una mirada poética del asunto?
– Nosotros somos tres cosas y no podemos descuidar ninguna de las tres: materia, intelecto y espíritu. Entonces, no reconocer o desatender desde la arquitectura a las emociones, es quitarle una de sus características esenciales porque cuando la emoción no está presente, no estamos frente a la arquitectura. Presenciamos sólo construcciones, edificios. Y eso no necesariamente es arquitectura. Una caja de zapatos que no tiene armonía o un galpón concebido sin ninguna inquietud estética, no emocionan. Son prácticas, eficientes, pero no le otorgan acogida a la vida. Para que el hombre esté completamente tenido en cuenta, necesita estar atendido y reconocido intelectual y emocionalmente. El edificio debe estar construido con inteligencia y debe ser materialmente sólido e implacable frente a la adversidad. Creo que la arquitectura se realiza cuando logra transmitir, concretar y respetar esos tres aspectos: el material, el espiritual y el intelectual.